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conocimientos más antiguos y de los que con mayor antigüedad han admitido las ciencias
sociales, como el hecho de que las diferencias sexuales son diferencias sociales
naturalizadas. Si no se trata de excluir de la ciencia, en nombre de no sé qué Wertfreiheit
utópico, la motivación individual y colectiva que suscita la existencia de una movilización
política e intelectual (y cuya ausencia basta para explicar la pobreza relativa de los men's
studies), queda que el mejor de los movimientos políticos está destinado a hacer mala
ciencia y, al final, mala política, si no logra convertir sus pulsiones subversivas en
inspiración crítica, y ante todo de sí mismo.
Esta acción de revelación cuenta con tantas más posibilidades de ser eficaz, simbólica y
prácticamente, cuanto se desempeñe a propósito de una forma de dominio que descansa
casi exclusivamente en la violencia simbólica, es decir, en el desconocimiento, y como tal,
puede ser más vulnerable que otras a los efectos de la destrivialización realizada por un
socioanálisis liberador. Sin embargo, debe hacerse dentro de ciertos límites porque esas
cosas son asunto no de conciencia sino de cuerpo, y los cuerpos no siempre comprenden el
lenguaje de la conciencia, y también porque no es fácil romper la cadena continua de
aprendizajes inconscientes que se logran cuerpo a cuerpo, y con circunloquios, en la
relación a menudo oscura en sí misma entre las generaciones sucesivas.
Sólo una acción colectiva que busque organizar una lucha simbólica capaz de cuestionar
prácticamente todos lo presupuestos tácitos de la visión falonarcisista del mundo puede
determinar la ruptura del pacto casi inmediato entre las estructuras incorporadas y las
estructuras objetivadas que constituye la condición de una verdadera conversión colectiva
de las estructuras mentales, no sólo entre los miembros del sexo dominado sino también
entre los miembros del sexo dominante, que no pueden contribuir a la liberación más que
librando la trampa del privilegio.
La grandeza y la miseria del hombre, en el sentido de vir, estriba en que su libido se halla
socialmente construida como libido dominandi, deseo de dominar a los otros hombres y,
secundariamente, a título de instrumento de lucha simbólica, a las mujeres. Si la violencia
simbólica gobierna al mundo, es que los juegos sociales, desde las luchas de honor de los
campesinos kabilas hasta las rivalidades científicas, filosóficas y artísticas de las señoras
Ramsay de todo tiempo y lugar, pasando por los juegos de guerra que son el límite ejemplar
del resto de los juegos, están hechos de tal modo que (el hombre) no puede entrar en ellos
sin verse afectado por ese deseo de jugar que es asimismo el deseo de triunfar o, por lo
menos, de estar a la altura de la idea y del ideal del jugador atraído por el juego. Esta libido
institucional, que reviste también la forma del superyo, puede conducir también, y a
menudo en el mismo movimiento, a las violencias extremas del egotismo viril así como a
los sacrificios últimos de la abnegación y del desinterés: el pro patria mori nunca es sino el
límite de todas las maneras, más o menos nobles y reconocidas, de morir o vivir por causas
o fines universalmente reconocidos como nobles, es decir, universales.
No se ha visto que, por el hecho de estar excluidas de los grandes juegos masculinos y de la
libido social que se genera, las mujeres suelan inclinarse por una visión de dichos juegos
que no esté tan alejada de la indiferencia que predica la cordura: pero esta visión distante
que les hace percibir, así sea vagamente, el carácter ilusorio de la ilusión y sus apuestas, no
tiene muchas posibilidades de estar en posición de afirmarse en contra de la adhesión que
se impone a ellas, al menos en favor de la identificación con las causas masculinas, y la
guerra contra la guerra que les propone la Lisístrata de Aristófanes, en la cual rompen el
pacto ordinario entre la libido dominandi (o dominantis) y la libido sin más, es un programa
tan utópico que está condenado a servir de tema de comedia.
No podría, sin embargo, sobreestimarse la importancia de una revolución simbólica que
busca trastocar, tanto en los espíritus como en la realidad, los principios fundamentales de
la visión masculina del mundo: hasta tal punto es cierto que la dominación masculina
constituye el paradigma (y a menudo el modelo y la apuesta) de toda dominación, que la
ultramasculinidad va casi siempre de la mano con el autoritarismo político, mientras que el
resentimiento social más cargado de violencia política se nutre de fantasmas
inseparablemente sexuales y sociales (como lo testimonian, por ejemplo, las connotaciones
sexuales del odio racista o la frecuencia de la denuncia de la "pornocracia" entre los
partidarios de revoluciones autoritarias). No debe esperarse de un simple socioanálisis, aun
colectivo, y de una toma de conciencia generalizada, una conversión duradera de las
disposiciones mentales y una transformación real de las estructuras sociales mientras las
mujeres continúen ocupando, en la producción y la reproducción del capital simbólico, la
posición disminuida que es el verdadero fundamento de la inferioridad del estatuto que le
imparten el sistema simbólico y, a través de él, toda la organización social. Todo lleva a
pensar que la liberación de la mujer tiene por condición previa una verdadera maestría
colectiva de los mecanismos sociales de dominación, que impiden concebir la cultura, es
decir, el ascenso y dominación en y por los cuales se instituye la humanidad, salvo como
una relación social de distinción afirmada contra una naturaleza que no es otra cosa que el
destino naturalizado de los grupos dominados, mujeres, pobres, colonizados, etnias
estigmatizadas, etc. Queda claro que, sin estar aún todas y siempre completamente
identificadas con la naturaleza, contraste en relación a la cual se organizan todos los juegos
culturales, las mujeres entran en la dialéctica de la presunción y la distinción en calidad de
objetos más que de sujetos.
NOTAS
1. Lacan, J. Ecrits, Seuil, París, 1966, p.692.
2. El vínculo entre el falo y el logos se encuentra condensado (según una lógica que es la
del sueño) en un juego de palabras característico de la lógica del mito docto. La célebre
descripción de la oposición entre el norte y el mediodía, donde se ha visto la primera
expresión del determinismo geográfico, parece un ejemplo paradigmático de mito docto
destinado a producir ese "efecto ciencia" que he denominado efecto Montesquieu (cfr.
Bourdieu, P. "Le nord et le midi: contribution á une analyse de l'effet Montesquieu", Actes
de la recherche en sciences sociales, núm.35, 1980, pp.21-25). Está asimismo en el juego
de palabras (y en particular a través del doble sentido cargado de sobreentendidos) en el
que los fantasmas sociales del filósofo encontraban la ocasión de manifestarse sin tener
que aceptar su culpa (cfr. Bourdieu, P. L'ontologie politique de Martin Heidegger, Minuit,
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