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-¿Quieres? -le dijo a Manuel.
-No; se me meten en las muelas.
-Pues y o tampoco y los tiró al suelo.
-¿A qué los compras para tirarlos?
-Me da la gana.
-Bueno, haz lo que quieras.
Pasaron los dos bastante tiempo esperando, sin hablarse; la Justa,
impacientada, se levantó.
-Me voy a casa -dijo.
-Yo voy a esperar -replicó Manuel.
-Anda y que te zurzan con hilo negro, ladrón.
Manuel se encogió de hombros.
-Y que te den morcilla.
-Gracias.
La Justa, que iba a marcharse, se detuvo al ver que llegaban Calatrava
con la Aragonesa y Vidal al lado de la Flora. Calatrava traía una guitarra.
Pasó un organillo por delante del merendero. El Cojo lo hizo parar y
bailaron Vidal y la Flora, la Justa y Manuel.
Llegaron nuevas parejas, entre ellas una mujer gorda y chata, vestida
de un modo ridículo, que iba acompañada de un hombre de patillas de
hacha y aspecto agitanado. La Justa, que se sentía insolente y
provocativa, comenzó a reírse de la mujer gorda; la otra contestó con
despreciativo retintín y recalcando la palabra:
-Estos pericos...
157
La lucha por la vida II. Mala hierba
-¡La tía gamberra! -murmuró la Justa, y cantó a media voz,
dirigiéndose a la chata, este tango:
Eres más fea que un perro de presa,
y a presumida no hay quien te gane.
-¡Indecente! -gruñó la gorda.
El hombre con facha de gitano se acercó a Manuel para decirle que
aquella señora (la justa) estaba faltando a la suya, y que él no podía
permitir esto. Manuel comprendía que tenía razón; pero, a pesar de esto,
contestó insolentemente al hombre. Vidal se interpuso, y después de
muchas explicaciones por una y otra parte, se decidió que allí no se
había faltado a nadie, y se arregló la cuestión. Pero la justa estaba con
humor de pelea y se trabó de palabras con uno de los organilleros,
desvergonzado por razón de oficio.
-Calla, ¡leñe! -gritó Calatrava, dirigiéndose a la justa-, y tú calla
también -lijo al organillero-, porque si no te voy a arrimar un estacazo.
-Vamos nosotros adentro -indicó Vidal.
Pasaron las tres parejas a un cobertizo con mesas y bancos rústicos y
un barandado de palitroques que daba al Manzanares.
En medio del río había dos islas cubiertas de un verdín brillante, y
entre éstas unas cuantas tablas que servían de paso desde una orilla a
otra.
Trajeron la comida, pero la justa no quiso comer, y a las preguntas que
la hicieron no contestó; y luego, sin saber por qué, empezó a llorar
amargamente entre las burlas de la Flora y de la Aragonesa. Luego se
tranquilizó y quedó alegre y jovial.
Comieron allá opíparamente y salieron un momento a bailar a la
carretera al son del organillo. Manuel creyó ver pasar varias veces al
Bizco por delante del merendero.
-¿Será él? ¿Qué buscará por aquí? -se preguntó.
Al anochecer volvieron las tres parejas adentro, encendieron luz en un
cuarto y mandaron traer aguardiente y café. Hablaron durante largo
rato. Calatrava contó con verdadera delectación horrores de la guerra de
Cuba. Había satisfecho allí sus instintos naturales de crueldad,
macheteando negros, arrasando ingenios, destruyendo e incendiando
todo lo que se le ponía por delante.
Las tres mujeres, sobre todo la Aragonesa, le escuchaban con
entusiasmo. De pronto, Calatrava calló, pensativo, como si algún
recuerdo triste le embargara.
Vidal tomó la guitarra y cantó el tango del Espartero con un gran
sentimiento, después tarareó el de La Tempranica con mucha gracia,
cortando las frases para dar más intención y poniendo la mano en la
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Pío Baroja
boca de la guitarra, para detener a veces el sonido. La Flora marcó unas
cuantas posturas jacarandosas, mientras Vidal, echándoselas de gitano,
cantaba:
¡Ze coman los mengues
mardita la araña
que tie en la barriga
pintá una guitarra!
Bailando ze cura
tan jondo doló...
¡Ay! Malhaya la araña
que a mí me picó.
Luego fue Marcos Calatrava el que cogió la guitarra. No sabia puntear
como Vidal, sino que rasgueaba suavemente, con monotonía. Marcos
cantó una canción cubana, triste, lánguida, que daba la nostalgia de un
país tropical. Era una larga narración que evocaba los danzones de los
negros, las noches espléndidas del trópico, el sol, la patria, la sangre de
los soldados muertos, la bandera, que hace saltar las lágrimas a los ojos,
el recuerdo de la derrota..., algo exótico y al mismo tiempo íntimo, algo
muy doloroso, algo hermosamente plebeyo y triste.
Y Manuel sentía al oír aquellas canciones la idea grande, fiera y
sanguinaria de la patria. Y se la representaba como una mujer soberbia,
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