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apenas apta, al parecer, para emplear el lenguaje humano. No obstante, en pleno orgasmo, se
escapaba de su abultada boca una retahíla de palabras obscenas en flamenco, como si fueran
pompas de jabón; palabras que él no había vuelto a oír ni a emplear desde que iba al colegio. Él
le tapaba entonces la boca con la mano.
A la mañana siguiente, venció la repulsión; sentía rencor hacía sí mismo por haber gozado
con aquella criatura, lo mismo que uno se reprocha por haber consentido dormir en la cama sucia
de una posada. No volvió a olvidar correr el cerrojo todas las noches.
Sólo pensaba quedarse en casa de Jean Myers el tiempo necesario para que pasara la
tormenta provocada por el secuestro y la destrucción de su libro. Sin embargo, le parecía en
ocasiones que iba a quedarse siempre allí, en Brujas, hasta el final de sus días, sea porque aquella
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ciudad fuera como una trampa para él al cabo de sus viajes, sea porque una especie de inercia le
impedía marcharse. El impotente Jean Myers le confió a algunos de sus pacientes a los que
seguía tratando; aquella escasa clientela no era bastante para dar envidia a los demás médicos de
la ciudad, como había ocurrido en Basilea, en donde Zenón consiguió que la irritación de sus
colegas llegara el colmo profesando su arte públicamente ante un círculo elegido de estudiantes.
Aquella vez, las relaciones con sus colegas se limitaban a escasas consultas durante las cuales el
señor Théus difería cortésmente de las opiniones de los más ancianos o notorios, o a
intercambiar breves frases tocantes al viento o la lluvia, o a cualquier incidente local. Las
conversaciones con los enfermos versaban, como es natural, sobre los enfermos mismos. Muchos
de ellos no habían oído hablar nunca de un tal Zenón; para otros no había más que un «se dice»
muy vago entre los rumores sobre su pasado. El filósofo, que antaño había dedicado un opúsculo
a la sustancia y propiedades del tiempo, pudo verificar que su arena pronto se tragaba la memoria
de los hombres. Aquellos treinta y cinco años parecían medio siglo. De los usos y reglas que
habían sido novedad en sus tiempos de escuela, hoy se decía que siempre habían existido. De los
hechos que por entonces sacudieron al mundo, ya nada se sabía. Los muertos de hacía veinte
años se confundían con los de una generación anterior. La opulencia del viejo Ligre había dejado
algunos recuerdos; se discutía, sin embargo, si había tenido uno o dos hijos. También se hablaba
de un sobrino, o bastardo de Henri-Juste, que había seguido un mal camino. El padre del
banquero había sido Tesorero de Flandes, como su hijo, o informador en el Consejo de la
Regente, como el Philibert de hoy. En la casa Ligre, deshabitada desde hacía tiempo, la planta
baja se hallaba alquilada a unos artesanos. Zenón volvió a visitar la fábrica que, en otros tiempos,
era morada de Colas Gheel; habían establecido allí una cordelería. Ninguno de los artesanos
recordaba ya a aquel hombre, al que pronto abotargó la cerveza, pero que, antes de los motines
de Oudenove y de que colgaran a su amigo, había sido a su modo un dirigente y un príncipe. El
canónigo Bartholommé Campanus aún vivía, aunque salía poco, abrumado por los achaques que
van apareciendo con la edad y, por suerte, nunca había recurrido a Jean Myers para que lo
cuidase. No obstante, Zenón evitaba prudentemente la iglesia de Saint-Donatien, en donde su
antiguo maestro seguía asistiendo a los oficios, sentado en un sitial del coro.
Por prudencia también, había escondido en una arqueta de Jean Myers su diploma de
Montpellier, en el que figuraba su nombre verdadero, y sólo llevaba consigo un pergamino que
compró, por si acaso, a la viuda de un medicastro alemán llamado Gott, nombre que él había
grecolatinizado inmediatamente, para despistar mejor, convirtiéndolo en el de Théus. Con ayuda
de Jean Myers, se había inventado, en torno a aquel desconocido, una de esas biografías confusas
y banales que se parecen a esas moradas cuyo principal mérito consiste en que se puede entrar y
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