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Autarca protege al pueblo de los exultantes, y los exultantes... lo protegen del Autarca.
Los religiosos lo consuelan. Hemos cerrado los caminos para paralizar el orden social...
Se le cerraron los ojos. Le puse la mano en el pecho para sentir el corazón tenuemente
agitado.
Hasta el Sol Nuevo...
Era de eso de lo que yo había querido huir, no de Agia ni de Vodalus.
Con toda la suavidad posible le saqué la cadena del cuello, abrí la redoma y bebí.
Luego, con la hoja corta y dura, hice lo que había que hacer.
Cuando acabé, lo cubrí de la cabeza a los pies con su propia túnica azafranada y me
colgué del cuello la redoma vacía. El efecto de la droga fue violento como él me había
advertido. Ustedes que leen esto, que acaso nunca hayan tenido más de una conciencia,
ignoran lo que es tener dos o tres, no digamos ya cientos. Vivían en mí y estaban felices,
cada una a su modo, de descubrirse con una vida nueva. El Autarca muerto, cuyo rostro
enrojecido yo había visto unos momentos antes, volvía a vivir. Suyos eran mis ojos y mis
manos; yo conocía la labor de los panales de abejas en la Casa Absoluta, que se guían
por el sol y extraen oro de la fertilidad de Urth. Conocía cómo llegaban hasta el Trono del
Fénix, y hasta las estrellas, y el regreso. La mente del Autarca era mía, y me colmaba con
saberes cuya existencia yo nunca había sospechado, y conocimientos que le habían
llegado de otras mentes. El mundo fenoménico parecía tenue yvago como un dibujo
esbozado en arena, sobre la que sopla y gime un viento errante. No habría podido
concentrarme en ese mundo, aunque lo deseara, y no lo deseaba.
La tela negra de nuestra prisión era ahora gris, y los ángulos del techo giraban como
los prismas de un calidoscopio. Sin darme cuenta yo había caído y yacía cerca del cuerpo
de mi predecesor. Intenté incorporarme pero sólo conseguí golpear las manos contra el
suelo.
No sé cuánto tiempo estuve tendido allí. Había limpiado el cuchillo ahora, aún, mi
cuchillo , y, como él, lo había escondido. Imaginé nítidamente una docena de figuras
superpuestas que rasgaban la pared y se deslizaban a la noche. Severian, Thecla,
miríadas de otros que huían. Tan real era el pensamiento que varias veces creí haber
escapado; pero siempre, cuando tendría que estar corriendo entre los árboles, evitando a
los exhaustos durmientes del ejército ascio, volvía a encontrarme en la tienda, con el
cuerpo amortajado no lejos del mío.
Unas manos me apretaron las manos. Supuse que los oficiales de los látigos habían
vuelto, e intenté levantarme para que no me golpearan. Pero cien recuerdos azarosos se
entrometieron, como los dibujos que el dueño de una galería nos pone delante en rápida
sucesión: una carrera a pie, los empinados tubos de un órgano, un diagrama con ángeles
rotulados, una mujer en una carreta.
Alguien dijo: ¿Estás bien? ¿Qué te ha pasado? Sentí que la saliva me chorreaba de
los labios, pero no me salieron palabras.
XXX - Los corredores del Tiempo
Algo me golpeó la cara dejando un hormigueo. ¿Qué ha pasado? Está muerto.
¿Estás drogado? Sí. Drogado. Había otro más que hablaba y al cabo de un momento
supe quién era: Severian, el joven torturador.
Pero ¿quién era yo? Levántate. Tenemos que salir. Centinela.
Centinelas nos corrigió la voz . Había tres. Los matamos.
Bajaba por una escalera blanca como la sal que llevaba a nenúfares y agua estancada.
A mi lado iba una muchacha bronceada, de ojos largos y sesgados. Por encima del
hombro atisbaba el rostro esculpido de uno de los epónimos. El tallista había trabajado en
jade, y el rostro parecía de hierba.
¿Se está muriendo? Nos ve. Fíjate en los ojos.
Sabía dónde estaba. Pronto el voceador metería la cabeza por la puerta de la tienda
para decirme que me fuera.
Arriba de la tierra dije . Me dijiste que la vería arriba de la tierra. Pero fue fácil.
Está aquí. Tenemos que irnos.
Caminamos rápido un largo trecho, como yo había imaginado, pasando a veces por
encima de ascios dormidos.
No vigilan mucho susurró Agia . Vodalus me dijo que los jefes son tan obedientes
que apenas conciben el ataque a traición. En la guerra, nuestros soldados los sorprenden
a menudo.
Yo no entendía, y como un niño repetí «Nuestros soldados...
Hethor y yo ya no lucharemos para ellos. ¿Cómo vamos a hacerlo, después de
haberlos visto? Lo mío es contigo.
Yo estaba empezando a reencontrarme: las mentes que formaban mi mente volvían a
donde habían estado. Una vez me habían dicho que autarca significaba «el que se
gobierna a sí mismo», y ahora vislumbraba la razón de ese título.
Querías matarme dije . Ahora me liberas. Habrías podido apuñalarme. Vi una
curva daga de Thrax clavada en el postigo de Casdoe.
Habría podido matarte más fácilmente. Los espejos de Hethor me han dado un
gusano, no más grande que una palma, que brilla con un fuego blanco. Me basta con
arrojarlo, y mata y vuelve conmigo; así acabé con los centinelas uno a uno. Pero este
hombre verde no lo permitiría, y no es lo que yo deseo ahora. Vodalus me prometió que tu
agonía iba a durar semanas y no me conformaré con menos.
¿Me llevas de nuevo a él?
Sacudió la cabeza, y en el tenue amanecer gris que se deslizaba entre las hojas, vi que
los rizos castaños se le balanceaban sobre los hombros como la mañana en que había
quitado las rejas de la tienda de harapos.
Vodalus ha muerto. Con el trabajo a mi mando, ¿piensas que iba a dejar que me
engañara y siguiera vivo? Ellos te habrían llevado de aquí. Ahora yo te dejaré en libertad,
porque algo me dice adónde quieres ir, y al final volverás a caer en mis manos, como
caíste cuando los pteriopos te salvaron de los evzonos.
O sea que me rescatas porque me odias dije, y ella asintió. De la misma manera
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