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llevaba el hombre más próximo.
Kerans se volvió y condujo a Beatrice en diagonal a través de la plaza, pero el otro
grupo se había abierto en abanico y ahora les cerraba el paso. Una luz de bengala subió
desde la cubierta de la nave y difundió una luz rosácea.
Beatrice se detuvo, sin aliento, sosteniéndose inútilmente el tacón roto de su zapato
dorado. Miró titubeando a los hombres que se acercaban.
Querido... Roben, ¿por qué no la nave? Trata tú de volver.
Kerans la tomó por el brazo y retrocedieron a las sombras bajo la rueda de proa, donde
las palas los protegían de los disparos del Almirante. El esfuerzo de subir a la nave y de
correr luego por la plaza había agotado a Kerans, que respiraba ahora con movimientos
espasmódicos, de modo que apenas podía tener firme el revólver.
Kerans...
La voz fría e irónica de Strangman flotó en la plaza. Strangman avanzaba a paso
moderado, al alcance del Colt, pero bien protegido por los hombres a un lado y a otro.
Todos llevaban cuchillos y machetes, y sonreían, tranquilos.
Finis, Kerans... finis. Strangman se detuvo a media docena de metros de Kerans,
los labios torcidos en una mueca sardónica, examinando a Kerans casi
compasivamente. Lo siento mucho, Kerans, pero se está convirtiendo usted en un
aguafiestas bastante molesto. Tire el revólver o mataremos también a la chica Dahl.
Esperó unos pocos segundos. No bromeo.
Kerans recuperó la voz. Strangman...
Kerans, no es el momento de discusiones metafísicas interrumpió Strangman con
un tono algo irritado, como si le hablase a un niño caprichoso . Créame, no es hora de
súplicas, no es hora de nada. Le dije que tirara el revólver. Luego adelántese. Mis
hombres creen que usted ha raptado a la señorita Dahl. No la tocarán. Y añadió con
un tono de amenaza: Vamos, Kerans, no queremos que le pase nada a Beatrice, ¿no es
cierto? Piense que hermosa máscara podríamos hacer con esa cara. Rió entre dientes,
nervioso. Mejor que esa cabeza de caimán que llevaba usted.
Sintiendo que una flema espesa le ahogaba la garganta, Kerans dio media vuelta y le dio
el revólver a Beatrice, apretándole las manos menudas alrededor de la culata. Antes que
los ojos de los dos se encontrasen, apartó la cabeza, respirando por última vez el
perfume de almizcle de los pechos de la joven, y luego echó a caminar hacia el centro
de la plaza, como Strangman le había ordenado. Strangman lo miró con una mueca de
odio y de pronto saltó hacia adelante, gruñendo, llamando a sus hombres.
Los largos cuchillos volaron por el aire y Kerans se volvió, rápidamente, y corrió
alrededor de la rueda, tratando de alcanzar el otro lado de la nave. De pronto resbaló en
uno de aquellos charcos de agua fétida, perdió el equilibrio, y cayó pesadamente. Se
incorporó, de rodillas, alzando un brazo para protegerse del círculo de machetes y sintió
entonces que algo lo tomaba bruscamente desde atrás, tumbándolo casi.
Recuperó el equilibrio en el pavimento húmedo y oyó que Strangman gritaba,
sorprendido. Unos hombres uniformados que apuntaban con sus rifles salieron
rápidamente de las sombras de la nave, donde habían estado ocultos. Adelante marchaba
la figura acicalada y enérgica del coronel Riggs. Dos de los soldados llevaban una
ametralladora liviana, y un tercero una caja de municiones. Instalaron rápidamente el
trípode, a diez metros de Kerans, y apuntaron con el cañón perforado a los hombres de
Strangman que ahora retrocedían, confundidos. Los otros soldados se adelantaron
abriéndose en abanico, empujando a los hombres más lentos de Strangman con las
puntas de las bayonetas.
La mayoría de los tripulantes se había retirado ya hacia el otro extremo de la plaza, pero
un par de hombres, esgrimiendo aún sus cuchillos, trataron de abrirse paso a través del
cordón. Los soldados respondieron instantáneamente, disparando por encima de las
cabezas de los hombres, que dejaron caer los cuchillos y se retiraron con los demás.
Muy bien, Strangman, todo ha terminado.
Riggs tocó con la punta del bastón el pecho del Almirante y lo obligó a retroceder.
Completamente desconcertado, boquiabierto, Strangman miraba a los soldados que
pasaban junto a él. Alzó los ojos hacia la nave, como si esperara oír un cañonazo que
invertiría la situación. En cambio, dos soldados con casco aparecieron en el puente con
un reflector portátil y lo enfocaron hacia la plaza. Kerans sintió que alguien lo tomaba
por el codo. Se volvió y vio la cara de pajarraco solícito del sargento Macready, que
sostenía un fusil automático. Al principio le costó identificar al sargento, y tuvo que
hacer un esfuerzo para reconocer aquellas facciones aquilinas, como si fuesen parte de
una cara que recordaba haber visto alguna vez, hacía muchos años.
¿Está usted bien, señor? le preguntó Macready dulcemente . Perdóneme ese
sacudón que le di. Parece que han celebrado aquí una fiestita, ¿no es cierto?
13 - Demasiado pronto, demasiado tarde
A las ocho de la mañana del día siguiente Riggs era dueño de la situación y pudo recibir
informalmente a Kerans. Había establecido sus cuarteles en el laboratorio, desde donde
dominaba las calles vecinas, y sobre todo la nave encallada en la plaza. Despojados de
sus armas, Strangman y los marineros estaban sentados a la sombra, bajo el casco de la
nave, vigilados por la ametralladora liviana que manejaban Macready y dos de sus
hombres.
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