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Mis hombres la han seguido.
No lo creo. Sospecho que los despistamos en el aeropuerto.
Cressner suspiró, quitó la boquilla recalentada y dejó caer el cigarrillo en un cenicero de
cromo con tapa desli-zable. Todo con la mayor parsimonia. Se había librado con igual
desenvoltura de la colilla y de Stan Norris.
En verdad dijo , tiene razón. Empleó la vieja treta de escabullirse del tocador de
señoras. Mis hombres se pusieron furiosos al descubrir que los habían burlado con un ardid
tan antiguo. Está tan gastado que a ellos ni siquiera se les ocurrió pensar que lo utilizaría.
No contesté. Después de librarse de los sabuesos de Cressner en el aeropuerto, Marcia
había vuelto a la ciudad en el autocar de la compañía y se había ido a la estación de
autobuses. Llevaba encima doscientos dólares: todo el dinero que yo tenía en mi libreta de
ahorros. Doscientos dólares y un autobús «Greyhound» podían llevarla a cualquier punto
del país.
¿Usted es siempre tan poco comunicativo? preguntó Cressner. Parecía sinceramente
interesado.
Marcia me lo aconsejó.
Con tono un poco más cáustico, dijo:
Entonces supongo que cuando le detenga la Policía usted invocará sus derechos. Y tal
vez cuando vuelva a ver a mi esposa se encontrará con una abuelita sentada en una
mecedora. ¿Se le ha ocurrido pensar en ello? Creo que por estar en posesión de más de cien
gramos de heroína pueden sentenciarle a cuarenta años de cárcel.
Eso no le ayudará a recuperar a Marcia. Sonrió cínicamente.
¿Y ésa es la clave del asunto, verdad? ¿Quiere que concretemos la situación? Usted y
mi esposa se han enamorado el uno del otro. Tienen relaciones..., si es así como quieren
llamar a una serie de encuentros fugaces en moteles baratos. Mi esposa me ha abandonado.
Sin embargo, lo he pescado a usted. ¿La síntesis le parece correcta?
Ahora entiendo por qué se hartó de usted. Con gran sorpresa mía, echó la cabeza hacia
atrás y lanzó una carcajada.
Le confieso que casi me resulta simpático, señor Norris. Es vulgar y tramposo, pero
parece tener agallas. Eso me lo que dijo Marcia. Yo me resistí a creerla, porque sus juicios
psicológicos no suelen ser muy exactos. Pero usted tiene una cierta... energía. Por eso
organicé las cosas así. Sin duda Marcia le ha dicho que me gustan los envites.
Sí.
Ya sabía qué era lo que faltaba en la puerta de la pared de cristal. Estábamos en pleno
invierno y a nadie se le ocurriría tomar el té en un balcón del piso 43. Habían retirado los
muebles del balcón. Y le habían quitado los visillos a la puerta. ¿Por qué?
No le tengo mucha estima a mi esposa continuó Cressner, mientras insertaba
cuidadosamente otro cigarrillo en la boquilla . Eso no es ningún secreto. Estoy seguro de
que ella se lo habrá contado. Y también estoy seguro de que un hombre tan...,
experimentado como usted sabe que las esposas satisfechas no se abren de piernas delante
del profesor de tenis de su club ante el simple balanceo de una raqueta. A mi juicio Marcia
es una presumida, una mojigata dé cara agria, una llorona, una gruñona, una chismosa...
Ya basta dije. Sonrió fríamente.
Lo siento. Olvidé que hablábamos de su amada. Son las 8.16. ¿Está nervioso? Me
encogí de hombros.
Duro hasta el fin comentó, y encendió el cigarrillo . De todos modos, se
preguntará por qué no le devuelvo sencillamente la libertad a Marcia, si la aborrezco tanto...
No, no me lo pregunto. Frunció el ceño.
No se la devuelve le espeté porque es un hijo de puta egoísta, ambicioso y
egocéntrico. Nadie puede quitarle lo que es suyo. Aunque usted ya no lo quiera.
Enrojeció y después se rió.
Un tanto a su favor, señor Norris. Muy bien. Me encogí nuevamente de hombros.
Voy a proponerle un envite. Si gana, se irá de aquí con el dinero, con la mujer y con
su libertad. En cambio, si pierde, perderá la vida.
Consulté el reloj. No pude evitarlo. Las 8.19.
Muy bien asentí. ¿Qué otra cosa podía decir? Por lo menos ganaría tiempo. Tiempo
para encontrar la forma de salir de allí, con o sin el dinero.
Cressner cogió el teléfono y marcó un número.
¿Tony? El plan número dos. Sí. Colgó el auricular.
¿Cuál es el plan número dos? pregunté.
Le telefonearé a Tony dentro de quince minutos y él retirará de su coche la...,
sustancia incriminatoria y lo traerá nuevamente aquí. Si no le telefoneo, llamará a la
Policía.
¿No es muy confiado, verdad?
Sea razonable, señor Norris. Hay veinte mil dólares sobre la alfombra, entre nosotros
dos. En esta ciudad se han cometido asesinatos por veinte céntimos.
¿Cuál es la apuesta? Pareció sinceramente afligido.
El envite, señor Norris, el envite. Los caballeros hacen envites. La chusma hace
apuestas.
Como usted diga.
Excelente. Veo que ha estado mirando al balcón.
Ha quitado los visillos de la puerta.
Sí, los hice retirar esta tarde. Lo que le propongo es lo siguiente: que usted dé la
vuelta a este edificio por la cornisa que sobresale por debajo del nivel del ático. Si consigue
dar la vuelta al edificio, gana usted.
Está loco.
Todo lo contrario. Hace doce años que vivo en este apartamento, y durante ese lapso
he propuesto el envite a seis personas en otras tantas ocasiones. Tres de las seis eran atletas
profesionales, como usted: un conocido jugador de fútbol más famoso por sus anuncios de
TV que por su buen juego, un jugador de béisbol, y un jockey bastante célebre que ganaba
un salario anual extraordinario y que también vivía afligido por graves problemas para
pagar alimentos a su ex esposa. Los otros tres eran ciudadanos más vulgares que tenían
distintas profesiones pero dos elementos en común: necesitaban dinero y eran relativamente
ágiles. Inhaló pensativamente el humo de su cigarrillo y continuó : En cinco oportuni-
dades el envite fue rechazado ipso facto. En la otra fue aceptado. Los términos fueron
veinte mil dólares contra seis meses a mi servicio. Yo gané. El tipo echó una mirada por la
baranda del balcón y casi se desmayó. Cress-ner tenía una expresión divertida y
desdeñosa . Dijo que abajo todo parecía muy pequeño. Eso rué lo que le acobardó.
¿Qué le hace pensar...?
Me interrumpió con un ademán fastidiado.
No me aburra, señor Norris. Pienso que lo hará porque no puede elegir. La alternativa
es mi envite o cuarenta años en San Quintín. El dinero y mi esposa son sólo estímulos
adicionales, testimonios de mi generosidad.
¿Qué garantía tengo de que no me defraudará? Es posible que lo haga y descubra que
usted ha telefoneado a Tony y le ha dicho que me denuncie igualmente.
Suspiró.
Usted es un caso ambulante de paranoia, señor Norris. No amo a mi esposa. Su
presencia ofende mi legendario egotismo. Para mí, veinte mil dólares son una nadería.
Todas las semanas pago una suma cuatro veces mayor a los enviados de la Policía, para
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