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trayendo rosas, mendigando ––nosotras cuatro, Anaïs, Marie, Luce y yo––,
requisando por todas partes flores naturales para adornar el salón del banquete,
entramos (enviadas por la señorita Sergent, que cuenta con nuestras caritas juveniles
para desarmar a los reticentes) en casa de gente a la que no hemos visto en nuestra
vida; por ejemplo, en casa de Paradis, el recaudador del censo, ya que la voz popular
lo ha denunciado como poseedor de rosales enanos en macetas, que son pequeñas
maravillas. Perdida toda timidez, penetramos en su tranquila morada y:
––¡Buenos días, señor! Nos han dicho que tiene usted unos hermosos rosales. Son
para las jardineras del salón del banquete, ¿sabe usted?, venimos de parte de..., etc.,
etc.
El pobre hombre balbucea algo a través de su poblada barba y nos precede,
armado con unas tijeras de podar. Regresamos cargadas con las macetas de flores en
los brazos, riendo, charlando, contestándoles descaradamente a todos los muchachos
que trabajan en la desembocadura de cada calle, construyendo las armaduras de los
arcos de triunfo, y que nos interpelan:
––¡Eh, vosotras, las floreadas! ¡Si nos necesitáis para algo ya sabéis dónde
estamos! ... ¡Cuidado, que se os está cayendo algo! ¡Os tendréis que agachar para
recogerlo!
Todo el mundo se conoce, todo el mundo se tutea...
Ayer, y hoy, los muchachos han salido al alba con sus tartanas y no han regresado
hasta la caída de la tarde, ocultos tras las ramas de boj y de tuyas, bajo carretadas de
musgo verde que huele a armajal; luego, como era de esperar, se van a empinar el
codo. No he visto jamás en una efervescencia semejante a esta población de bandidos,
que normalmente se burlan de todo, hasta de la política. Surgen de los bosques, de los
tugurios, de los sotos donde acechan a las pastoras de vacas, para llenar de flores a
Jean Dupuy. ¡No hay quien lo entienda! La pandilla de Louchard, seis o siete granujas
depredadores de bosques, pasan cantando, invisibles bajo montones de guirnaldas de
hiedra, que arrastran tras ellos con un dulce rumor.
Las calles compiten entre sí; la calle de Cloître levanta tres arcos de triunfo, ya
que la Calle Mayor había edificado dos, uno a cada extremo. Pero la Calle Mayor se
pica y construye una enorme maravilla: un castillo medieval de ramas de pino iguala-
das con las tijeras de podar y rematado con dos torres puntiagudas. La calle de Fours–
112
Librodot
Claudine en la escuela
Colette 113
–Banaux, muy cerca de la escuela, bajo la influencia artístico––campestre de la
señorita Sergent, se limita a tapizar completamente las casas que la forman con ramas
copiosas y desordenadas y luego tiende listones de una parte a la otra de la calle y
cubre la techumbre con hiedra que cuelga enredada. Resultado: un cenador obscuro y
verde, delicioso, donde las voces se apagan como en una habitación acolchada. La
gente pasa una y otra vez por puro placer. Entonces, furiosa, la calle de Cloître se
desmadra y une entre sí sus tres arcos triunfales con haces de guirnaldas de musgo,
salpicadas con flores, para tener, también ella, su cenador. En vista de lo cual, la Calle
Mayor se pone tranquilamente a desempedrar sus aceras y alza un bosque, Dios mío,
sí, un verdadero bosquecillo a cada lado, con árboles jóvenes arrancados de raíz y
plantados de nuevo. No se necesitarían más de quince días de esta batalladora
emulación para que todo el mundo se degollara entre sí.
La obra maestra, la joya, son nuestras escuelas. Cuando todo se haya terminado,
no habrá a la vista ni un palmo cuadrado de pared bajo el verdor, las flores y las
banderas. La señorita ha reclutado un ejército de muchachos; a los alumnos mayores y
a los adjuntos los dirige personalmente, con mano dura, y es obedecida sin rechistar.
El arco de triunfo de la entrada ya ha visto la luz y la señorita y nosotras cuatro,
encaramadas sobre escaleras, hemos pasado todo el día «escribiendo» con rosas:
¡BIENVENIDOS!
en el frontispicio, mientras los muchachos se entretenían mirándonos las pantorrillas.
Desde lo alto, desde los techos, desde las ventanas, desde todas las protuberancias de
las paredes, surge y fluye tal oleaje de ramas, de guirnaldas, de lienzos tricolores, de
cordelería oculta bajo la hiedra, de rosas colgantes, de verdor alfombrado, que todo el
caserío parece ondularse de pies a cabeza y balancearse dulcemente. Se entra en la
escuela levantando una rumorosa cortina de hiedra florida y el espectáculo continúa:
cordones de rosas bordean los ángulos, enlazan las paredes, cuelgan de las ventanas.
Resulta adorable.
Pese a nuestra actividad, pese a nuestras audaces invasiones de las casas de los
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